Es cierto: no consigo sacar unos días para volver al Camino. Y menos ahora que se acerca el buen tiempo (con permiso de las tormentas). Ahora se imponen salidas cortas, zonas menos transitadas, … lo justo para dejar que pase el verano y vuelva el frío.
Pero también es cierto, y eso lo saben todos los que han sido «tocados» por el Camino, que siempre hay un proceso en background que mantiene viva la sensación. En mi caso, estas entradas, revisar algún canal de YouTube o leer por encima la cuenta de Twitter que tengo dedicada.
O planificar. Siempre planificando mi siguiente salida. Después de la última desde Burgos a Frómista voy construyendo una pequeña lista de los días que hacen falta para cubrir etapas que estén conectadas por estaciones de tren. No me importan los transbordos o la duración del viaje: una vez que te pones la mochila entras en otro mode. Se acaban las prisas, vuelve la paciencia y sobre todo la facilidad para conectar con la gente que te vas cruzando. En eso voy mejorando a medida que que hago mayor.
Este tramo que os comentaba por la meseta castellana, a pesar del frío e incluso dormir en albergues sin calefacción, o quizás por eso mismo, son de los que marcan. Todos tienen sus peculiaridades pero éstos que muchos de los peregrinos aborrecen por lo monótono, tienen el encanto de la introspección obligatoria. No te puedes escapar. Son kilómetros en solitario cruzando apenas unas palabras delante de un café para calentarte. Acabas hablando sólo. Preguntándote cosas en voz alta. Y las respuesta no siempre te gustan.
Al final de cada día, compartir una cena, un café con las historias del día o de casa o de la vida se convierte en algo mucho más intimo que con el buen tiempo. Quizás sea lo que siempre ha pasado en los pueblos en invierno: compartir el calor de la chimenea oyendo el viento en la calle y rodeados por la oscuridad hace que bajemos las barreras.
Y esa conexión engancha.